El aroma de las orquídeas
Dicen que pasó en abril. La luna se deslizaba despacio sobre el cielo sin estrellas; Benito, desde una esquina del bar, vio la esbelta figura cuando se detuvo en la puerta del restaurante más popular de la ciudad colonial. La mujer dudó unos segundos, giró todo su cuerpo mirando atrás como si esperara a alguien y la brisa meció su cabellera el collar de brillantes en su cuello resplandecía con imponencia.
El aroma de orquídeas
Dicen que pasó en abril. La luna se deslizaba despacio sobre el cielo sin estrellas; Benito, desde una esquina del bar, vio la esbelta figura cuando se detuvo en la puerta del restaurante más popular de la Ciudad Colonial. La mujer dudó unos segundos, giró todo su cuerpo mirando atrás como si esperara a alguien y la brisa meció su cabellera. El collar de brillantes en su cuello resplandecía imponente.
Benito se extrañó de verla allí sola en la calle, con aquel collar tan ostentoso, cuando los asaltos últimamente protagonizaban las portadas de todos los periódicos. Nervioso, vio como un muchacho de capucha negra pasó caminando muy lento en la calle, detrás de ella y solo cuando la mujer entró por fin al restaurante se sintió más tranquilo; el portero ya estaba pasado de peso, de años y de horas de vigilia, verlo perseguir a un ladrón habría sido un espectáculo deprimente. El minino negro que cuidaba la entrada con la misma diligencia cada noche, le maullaba insistente a la mujer que parecía ignorarlo.
Cuando la despampanante rubia pasó cerca de Benito, un aroma conocido hizo que se estremeciera todo su cuerpo. “Son los nervios del primer día”, pensó el muchacho. Se sacudió la inseguridad, tomó un menú para acercarse a ella cuando la recepcionista le diera una mesa y se dedicó a observar en detalle cada uno de sus movimientos. El chico de piel canela y ojos vivaces, esperaba ganar suficientes propinas para pagarse la universidad, “hotelería es una carrera de ricos” le había dicho su madre unos días antes de morir. Solo tenía unos meses estudiando y ya lo había comprobado. Esa clienta con un collar tan costoso, tendría de seguro una generosa propina para él, pensó.
El lugar estaba repleto de comensales bulliciosos que disfrutaban la cena sin reparar en la recién llegada. El vestido color perla ceñido a su cuerpo reflejaba en sus cristales la luz de las lámparas en forma de tulipán que salían del techo, dibujando de sombras las mesas.
Benito la observaba con curiosidad. Llevaba el cabello peinado en ondas, adornado con un tocado de flores blancas cerca de su oreja. Maquillada con perfección, parecía salida de una revista con aquel traje con escote en forma de corazón. Se movía con lentitud y miraba confundida a su alrededor como si todavía estuviera buscando a alguien.
La recepcionista seguía distraída con los clientes. La mujer caminó hasta llegar por su cuenta a una mesa vacía en el fondo, ubicada en la soledad de una esquina; tomó asiento. Benito, quería hacer un buen trabajo, así que al ver que la mujer no había esperado a que le asignaran una mesa, se ajustó el corbatín y se le acercó con diligencia, menú en mano. El área que ella había escogido no tenía mesas reservadas, así que no tendría importancia, ya le avisaría él a la recepcionista.
Los ladrillos antiquísimos que recubrían las paredes del lugar albergaban bien el frio, pero allí se sentía más, pensó Benito, que siempre fue un chico friolento, “te faltan carnes, por eso tienes frío siempre” solía decir su madre, doña Pura.
A medida que se acercaba a la mujer el olor a flores se intensificó. “¿Orquídeas quizá? Debe llevar puesto perfume con aroma de orquídeas, ese que mamá usaba siempre.”, pensó sonriendo por el aroma que lo embriagaba de forma agradable.
—¡Buenas noches! Es usted bienvenida. ¿Desea ordenar ahora o espera a que llegue alguien más? ¾preguntó el chico con su voz más elegante, intentando pronunciar todas las “s” en el lugar correspondiente.
La mujer levantó la vista, observó a Benito y él se estremeció quedándose absorto en sus ojos, que brillaban como esmeraldas relucientes. Vio sus labios moverse en un esfuerzo por decirle algo y creyó escuchar su voz, apenas un susurro, que no alcanzaba a distinguir. Desconcertado, se acercó un poco más y le preguntó si podía repetir lo que había dicho. Los comensales parloteaban incesantes a pocos pasos y quizás por eso no había escuchado bien, pensó. La mujer no dejaba de observarlo con atención y su rostro se veía un poco más triste que a su llegada.
El silencio que siguió a su pregunta lo hizo sentir muy nervioso, se había acercado demasiado y el aroma de orquídeas comenzaba a marearlo. Benito ahora estaba seguro, era el mismo perfume que usaba su mamá.
Sorprendido porque la mujer no contestaba, sonrió y le dijo que volvería enseguida. Se alejó con rapidez y se acercó a otro camarero que atendía clientes en una mesa cercana.
—Miguel, ¿me ayudas con la mujer de aquella mesa? Creo que ha tomado de más, me he cansado de preguntarle lo que quiere ordenar y no responde, o tal vez es muda ¾dijo Benito sin dejar de mirar de reojo a la recién llegada y señalando hacia donde estaba sentada.
—¿Qué mujer, muchacho? ¿no habrás tomado de más tú y en horas de trabajo? Esa mesa está vacía ¾respondió su compañero mirándolo con desdén.
El camarero continuó su camino con un par de platos vacíos en las manos. Benito, enojado por su actitud, volteó hacia la mesa donde segundos antes había dejado a la mujer, para darse cuenta de que seguía allí, mirándolo con el rostro entristecido.
—Pero está allí… ¿qué no la ves?¾tartamudeó confundido a su compañero que ya marchaba con rapidez a la cocina y no podía escucharlo.
El pobre chico miró a todos lados buscando. Su corazón latió de prisa, no era la primera vez que veía algo que los demás no podían ver. Una camarera que recogía una cuenta a pocos pasos, se acercó al escuchar la interrumpida conversación; acarició una piedra lunar en forma de péndulo que colgaba de su cuello.
—¿Qué es lo que has visto? ¾ se dirigió a Benito tocándole el hombro.
Benito se sobresaltó al sentir el contacto, sus ojos desorbitados reflejaban su angustia y esperando encontrar en ella una respuesta señaló la mesa. “¿Tú la ves?” le preguntó, sin embargo, cuando él giró su mirada la mesa estaba vacía, la mujer ya no estaba allí.
—¡Ana! ¡Una mujer estaba allí sentada! ¡Te lo juro por mi santa madre! ¡Hace solo un segundo ahí estaba! ¾dijo Benito, mirando a su alrededor, buscando a la mujer.
¾ ¡Cálmate, Benito! No había nadie allí. Esta mujer ¿te ha dicho algo? ¿Cómo era?
Ana comenzó a organizar los servilleteros de las mesas cercanas mientras Benito le seguía los pasos, hablando bajo detrás de ella.
—Algo decía, le pedí que hablara más alto, no la podía entender. Por eso le he dicho a Miguel que me ayude, pero dijo que no había nadie. Y ahora que se ha ido en verdad pareceré un loco.
—¿Estaba sola? ¿cómo iba vestida?
—Pues estaba con un traje blanco brillante. ¡Como una novia…! ¡Ah! Y se puso demasiado perfume, de ese que usaba mi mamá. ¿te acuerdas? El que mareaba…
—¿Orquídeas? Ay Benito… Tal vez sí heredaste el don de doña Pura, después de todo.
—No te molestes conmigo, Ana. Sabes que no me gusta hablar sobre esas cosas raras que hacía mamá. Te agradezco que me consiguieras este trabajo, pero no quiero perderlo el primer día por dejar ir a los clientes —Benito le interrumpió exaltado.
—¡Ay Benito! Eres un completo desperdicio, ¿sabes todo el dinero que pudiéramos hacer tú y yo? Tengo los contactos de los clientes de tu mamá… pudieras conseguir dinero para tu universidad más rápido que limpiando mesas.
—Ana… ya te lo he dicho. No quiero hablar sobre mi mamá.
Ana volvió a acariciar el péndulo en su cuello, inspiró con profundidad y miró al chico con cierta compasión. Lo conocía desde hacía un par de años. Lo veía llegar de la escuela cuando iba a sus consultass del tarot con doña Pura, en el cuartito de atrás de su humilde casa, oculto por una cortina de cuentas colgantes y ruidosas. La mujer de cabellera gris y abundante, solía detener la lectura, salía del cuarto y besaba la frente de Benito que sonreía al decir “la bendición, ¡mamá!”. El chico tímido había quedado solo en el mundo, sin padre, madre o hermanos, y ella no pudo más que compadecerse cuando anunciaron que contratarían más camareros en el restaurante. Lo recomendó y allí estaban ahora. Pensó con cuidado sus palabras y volvió a hablarle.
—Según dice la gente, esa mujer aparece a veces por aquí. Cuando alguien va a morir en esta calle. Verás, este lugar antes era una floristería. Una clienta mandó a hacer aquí su ramo de novias con orquídeas, todo el mundo en este barrio conoce la historia, ella a veces viene. Solo aquellos con el don pueden verla, y tú después de todo, eres el hijo de doña Pura.¾le explicó Ana mientras recogía una mesa y le hacía señas a Benito para que la ayudara.
El muchacho quiso continuar la conversación, pero le llamaron desde una de las mesas y pronto comenzaron a llegar más comensales. Se concentró los clientes,, pero no podía dejar de recordar a la mujer y de paso todas las veces en su adolescencia que vio gente que nadie más veía. Algunos más amables que otros. Ana era de esas clientas de su mamá en aquel trabajo del que Benito siempre estuvo avergonzado. Recordó las últimas palabras de su madre, cuando se despidieron en la emergencia del hospital. “Te veo en abril, Benito”. Muchos meses habían pasado desde su infarto fulminante y a veces podía sentir el perfume de orquídeas que ella siempre tenía puesto. Ya pasaba de la medianoche cuando por fin terminó con las mesas que le tocaban y se alistó para salir. Buscó a Ana con la mirada.
Un grupo de empleados del restaurante caminaba en dirección a la parada de autobuses. Benito volvió a ver del otro lado de la calle al muchacho de la capucha negra, caminaba lento, como antes. El chico aceleró los pasos y alcanzó a Ana, que ya estaba adelantada esperando de pie junta al banco de la parada.
—¿Siempre es tan movido los jueves? —le preguntó cuándo estuvo cerca de ella buscando retomar la conversación.
—Solo cuando estamos tan cerca del cobro de mes. Te acostumbrarás.
—¡Oh! Es cierto, debe ser por eso… Entonces, esta chica, no me dijiste por qué viene al restaurante buscando su ramo de orquídeas.
—No lo has entendido. La pobre no llegó a casarse. La floristería tenía listo su ramo. Debían pasar a retirarlos de camino a la iglesia, pero el carro se accidentó. Fue muy triste porque vivía a solo una esquina de aquí.
—Muy triste en verdad. Pero entonces ¿se hizo daño en la cabeza y quedó trastornada? ¿Por eso se viste de novia y viene al restaurante?
— Benito, ella no sobrevivió al accidente. —dijo Ana mientras daba pequeños pasos acercándose a la fila que se empezaba a formar, pues el autobús había llegado.
—¿Es uno de esos juegos tuyos? Te he dicho que no creo en esas cosas que hacía mi mamá, Ana.
Benito se sonrió nerviosamente, pero entonces lo sintió otra vez, el aroma penetrante del perfume de orquídeas estaba invadiendo todo de nuevo.
¾No miento. Es la pura verdad. No importa cuanto lo niegues, tienes el don, igual que tu madre lo tenía. ¿Olor a orquídeas? ¡Ha! Tu madre nunca usó ningún perfume… ese es el aroma de los…¾
Un grito interrumpió a Ana, que no pudo terminar la oración… “¡Qué me lo des te digo!” se escuchó a seguidas. Una de las mujeres que esperaba en la fila gritaba por ayuda mientras forcejeaba con el maleante, luchando por su bolso. El disparo seco retumbó en toda la calle y más gritos se escucharon. El delincuente salió corriendo como todos los que esperaban el autobús. Alguno se animó a perseguirlo.
Sobre la calzada…el cuerpo de Benito. Un grupo de personas se acercaba en medio del escándalo colectivo, bajaban del autobús, corrían desde la otra calle y lo rodeaban. El chico miraba los rostros afligidos a su alrededor, creyó ver entre ellos a la novia misteriosa. No podía moverse y todo lo que podía sentir era un charco que empapaba su espalda. Escuchaba voces mas no podía distinguir las palabras.
Entonces reconoció su cabellera gris en la multitud, la dulzura en sus ojos de esmeraldas; el aroma de las orquídeas se fue haciendo cada segundo más y más fuerte. Ahora la sangre recorría en un hilo infinito toda la acera hasta alcanzar la calle. Los rostros fueron desapareciendo uno por uno en una bruma gris… Benito solo podía verla a ella y su voz inconfundible le habló…”Llegó abril, Benito…”
—¿Mamá?
Reserva el tuyo
Por las grietas de una promesa rota se colará el amor entre dos corazones más parecidos de lo que están dispuestos a admitir.