La Rebelión de un beso
La búsqueda desesperada de una joven condesa viuda que anhela el único privilegio que le ha sido negado: el verdadero amor. Una historia de rebelión y privilegios, de pasiones secretas y amores clandestinos.
Angelique Saint-Hilaire consumó su matrimonio por contrato al cumplir los dieciocho años, pero poco tiempo después, cuando enviudó del conde Bastien de Valette, heredó su título y una fortuna que le daban privilegios a los que ella no renunciaría fácilmente. La hermosa joven francesa estaba decidida a casarse de nuevo, pero solo si un amor verdadero conquistaba su corazón.
Mientras se gestaba la revolución en la colonia francesa de Saint Domingue y el peligro de la rebelión se propagaba por toda la isla, Angelique escribía a escondidas, con desafiante rebeldía, sobre los derechos de las mujeres y la importancia de la libertad y se debatía entre los pretendientes que la asediaban por su fortuna, los que se desvivían por su belleza y el único que, con sus cartas, alguna vez la hizo dudar de todo aquello de lo que creía estar segura.
Esteban García, primogénito del gobernador de la isla, estaba prometido en matrimonio a su prima desde que ambos eran niños, pero cada fibra de su ser se estremecía cuando pensaba en Angelique, la condesa que lo había conquistado y que no era más que una imposible y desgarradora obsesión para él, ahora que su inminente boda se llevaría a cabo ante la presencia de las personas más importantes de la sociedad.
Esteban verá cómo se esfuma la posibilidad de ver correspondido su oculto amor. Angelique sufrirá su desamor siendo su único refugio la tinta y el papel.
Una apasionante historia donde el amor pone a prueba todas sus promesas.



Capítulo 1
Santo Domingo, diciembre 1788
La última residencia de la calle Las Damas es la cuna de las fiestas de la alta
sociedad. Los sirvientes rasgan las cuerdas sin compasión y las notas revientan
contra las piedras haciendo inevitable el eco en toda la propiedad. La velada de
Navidad promete ser tan encantadora como cada fiesta en casa del gobernador de la
colonia y esta noche la condesa entra acompañada de Alonso Romero, administrador
de sus fincas y su acompañante en cada evento social importante. Ataviada con un
atrevido diseño y el escote más pronunciado del salón se desliza con gracia
recogiendo silencios y miradas tan intensas como el color amarillo en su traje. La falda
de muselina por delante parece flotar sobre los adoquines y por detrás se arrastra
llevándose la admiración de algunos y la envidia de otras. Los esposos García le dan
la bienvenida, y pronto Angelique y Alonso están mezclándose con el resto de los
invitados.
―Algún día tendrás que venir sola, Angelique. O tal vez podrías de una buena vez
aceptar algún pretendiente, por indigno que sea. Aborrezco estas horribles fiestas.
―¿Quieres hablar más bajo, Alonso? Es el gobernador después de todo. Ves a estas
personas todo el tiempo, ¿qué tan malo puede ser? El vizconde ya debe estar en
alguna parte, y Manuel ha de estar por allí también, tienes cómo entretenerte.
―Sabes bien que soy incapaz de susurrar.
―Deberías apiadarte de mí. Ya esa chiquilla María del Carmen debe haberse
enterado que estamos aquí y no tardará en adherirse a mi falda para hacerme cien
preguntas distintas.
―Tal vez esta noche te deje en paz. Escuché en Andiarena que el hijo mayor del
gobernador ha regresado de Salamanca. Con su hermano aquí, tal vez se encuentre
entretenida.
―Si es tan insoportable como su hermano Jacinto, dudo que quiera pasar tiempo con
él.
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―No son parecidos en lo absoluto. Éramos amigos antes de que se fuera, espero
que lo seamos otra vez. Es de muy agradable compañía, de hecho, estoy seguro que
le tolerarás.
― Este otro se llama Joaquín, como su padre, ¿cierto?
―No, Angelique ―dijo Alonso, exasperado―, si vas a venir a las fiestas de estas
personas, pudieras por lo menos hacer el esfuerzo de aprender sus nombres, ¿no te
parece? Joaquín es el menor, no llegará hasta dentro de un año. Es lo que dijo el
gobernador la última vez, parece que no escuchas nada de lo que dice. Me sorprende
tu habilidad para simular interés… ¿Me escuchas a mí ahora, siquiera?
― ¡No seas ridículo! Claro que pongo atención… Solo me aburre de una manera
indescriptible tener que recordar tantos nombres. ¿Me lo dirás? ¿O seguirás
amonestándome como si fueras mi padre?
―Esteban, Esteban García. Y aquí viene su padre con él, así que, por lo menos, haz
el esfuerzo de parecer interesada, ¿quieres? Es amigo mío y estamos en su
propiedad.
La figura rolliza del gobernador, se acercó envuelta en su vestimenta de gala.
Esteban, un poco más alto que su padre, de cejas pobladas y nariz prominente,
llevaba su abundante cola de cabello atada con una cinta, y esperaba en silencio
mientras su padre parloteaba incansable al presentarle a la condesa. Angelique
escuchó cada palabra con atención y abrió un poco más los ojos cuando por fin
Esteban dijo algo, una vez el gobernador les dejó para irse a conversar con otros
invitados.
―Es un placer volver a verte, Alonso. Y a usted, es un grandioso placer conocerla,
señora condesa; me cuenta mi padre que ha venido a vivir a la isla mientras estuve
fuera, estudiando. Tiene a su servicio a un gran amigo mío.
―Considero a Alonso también como a un amigo, no como servidumbre ―dijo algo
ofendida por la sugerencia.
―¿Vas a quedarte en Santo Domingo, Esteban? ―interrumpió Alonso, temeroso de
que Angelique dijera alguna imprudencia.
―Todavía no he sido asignado, por ahora disfrutaré de la familia y de las fiestas…
―Pues vive usted en la mejor casa para disfrutar de ambas cosas, señor García, al
gobernador le entusiasman las celebraciones.
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―Mi padre siempre tiene más de un motivo para celebrar. Y ya que hablamos de
celebraciones ¿me concedería un baile, señora condesa? Sería un desperdicio no
aprovechar la próxima contradanza.
Angelique miró a Alonso, algo sorprendida por el ofrecimiento, pero asintió con una
leve inclinación de cabeza. De su cabello se resbaló un alfiler de oro con una rosa de
piedras amarillas, que cayó al suelo sin hacer ruido. Esteban se apresuró a recogerlo
y lo sostuvo en sus manos un instante.
―Tal vez deba guardarlo en mi bolsillo y devolvérselo al final de la noche, se ha roto,
ya no podrá engancharlo.
―¡Oh! En ese caso no me queda más elección que olvidarme de él para siempre. No
iba a usarlo otra vez, de todos modos ―dijo agregando una sonrisa.
Angelique se encaminó con paso firme al centro del salón y Esteban la siguió
apresurado. Guardó el alfiler en el bolsillo superior de su casaca y alcanzó a la
condesa, que ya estaba en posición para el inicio del próximo baile. Las cuerdas
iniciaron su concierto. Las ocho parejas se movían en sincronía por el salón en una
mezcla de saltos y marchas combinadas al compás de la contradanza que les permitía
hablar solo cuando se encontraban por breves instantes.
―Podría repararlo… el alfiler, quiero decir.
―Puedo darme algunos lujos, señor García. Usar uno distinto cada vez en el tocado
de mi cabello es uno de esos lujos.
―¿Quiere decir, entonces, que colecciona alfileres?
―Nunca lo había pensado de ese modo. Solo… los tengo. ¿Qué hay de usted?
―¿Si colecciono alfileres? No. Por el momento no ―dijo estallando en una carcajada
cuando volvieron a encontrarse en la composición.
―¡Me refiero a si colecciona algo en lo absoluto! Ya entiendo por qué son grandes
amigos usted y Alonso. Poseen el mismo extraño sentido del humor ―le contestó sin
disimular la sonrisa y haciendo lo posible por no perder el aliento.
―Solo colecciono recuerdos. Tiene usted un nombre en verdad encantador:
Angelique. Supongo que más de uno ha querido transformarlo al español.
―Pocas personas se refieren a mí por mi nombre, señor García. Lo considero una
ventaja, tendría que pasarme la vida corrigiendo su pronunciación.
La música terminó dejando el salón cubierto de aplausos entusiastas. María del
Carmen esperaba con ansias a su hermano para la próxima pieza. Saludó a
Angelique
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con cortesía antes de que la música iniciara y se fue con Esteban al centro del salón.
Alonso regresó desde alguna parte con dos copas de vino, Angelique le quitó una de
las manos y la apuró sedienta.
―¡Gracias! Fue un baile agitado.
― Nunca bailas con un caballero desconocido. Supongo que Esteban ha sido de tu
agrado.
―Ya me lo han presentado, ¿no es así? No es más un desconocido.
―Solo refiero que no es habitual en ti.
―¿Acaso estás celoso?
―¿Debería estarlo, condesa?
Ella sonrió con coquetería, y una pequeña marca en su barbilla se pronunció. Abrió
un abanico que colgaba en su mano y lo agitó con furia como si quisiera atrapar todo
el viento del norte en su pecho.
―Supongo que debes dejar de tutearme, Angelique. Un día de estos me tratarás de
forma inadecuada delante de alguien y será el fin de tu reputación.
―En estos tres años, se me ha olvidado alguna vez, ¿Alonso? No tienes nada que
decir sobre ello, ¿cierto? Deja que yo me ocupe de mi reputación ¿quieres? ¡Al menos
puedo ocuparme de algo!
Angelique se alejó molesta. No era la primera vez que tenían aquella discusión.
Caminó en dirección a una fuente que destilaba ruidosa al fondo del patio. Elevó la
mirada al cielo y sintió la soledad en ese rincón del jardín, había estado en aquella
casa muchas veces y siempre escapaba al mismo lugar. Se sentaba, buscaba la
estrella anaranjada y pedía un deseo, el mismo cada vez. Pero, de momento, no
pensaba en la estrella ni en el deseo, sino en aquel caballero que apenas recién
conocía. Había algo agradable en su sonrisa y en cómo se hundían los hoyuelos en
sus mejillas, la forma correcta en la que pronunciaba su nombre, «cosa rara en esta
ciudad», pensó.
Una sonrisa apenas y se esbozó en sus labios, cuando creyó escuchar los pesados
pasos de unas botas que se arrastraban detrás de ella, sintió la brisa fría agitar sus
rizos y cada vello en su cuello se erizó. Las antorchas iluminaban el jardín y las únicas
sombras eran las de los árboles a su alrededor. El muro de piedras calcáreas donde
se apoyaba la fuente era tan alto que no podía nadie siquiera asomarse a él, aun así,
sabía que no estaba sola. El abismo abriéndose debajo de su pecho le impedía
respirar, pero no miró
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atrás, cerró los ojos y cuando los abrió, se levantó decidida y caminó con presteza
alejándose de la fuente.
Ya cerca de la entrada al salón apuró el paso y hasta que no estuvo alumbrada por el
fuego de la entrada no recuperó el aliento. María del Carmen alcanzó a verla y se
acercó a ella.
―¿Se siente bien, condesa? ¿Quiere un poco de agua?
―Sí, María, te lo agradezco, no es nada, ha sido un golpe de calor, la contradanza
es mi baile favorito, pero toma todo de mí.
―Mi hermano Esteban dice que es usted una bailarina excepcional ―dijo la jovencita
esperando su reacción al comentario, mientras caminaban juntas en busca de una
jarra con agua.
―Ha bailado solo una vez conmigo, dudo que pueda ya saberlo.
―Ha estado seguro de ello. Pero… todos saben que usted es la mejor bailarina en la
ciudad. ¿Tenía que ir a muchos bailes en París? Su vestido… ¿es un diseño francés?
He pedido a mi costurera que haga uno igual al que usó usted en el último baile, pero
mi madre se ha negado, ha sido firme en ello, no le ha importado que pronto cumpliré
dieciséis años.
―María, querida, a tu edad tampoco me gustaba escuchar a mi madre, pero las
madres en demasiadas ocasiones tienen la razón, debes recordar eso. Estoy
convencida de que te coserán un vestido precioso.
―Ese lunar, en su pecho, si no le importa que lo pregunte, ¿lo dibuja cada vez? ¿Es
de terciopelo? Mi madre dice que esa clase de maquillaje es pecado…
―¡Ja! No es maquillaje, María. Lo he heredado de mi madre, he heredado
demasiados lunares, por cierto. ¿Tu madre dice que el maquillaje es pecado? ¿Cómo
tolera tantas pecadoras en su casa? ―preguntó dejando salir una sonora carcajada
que María imitó.
Se refrescaron y después recorrieron el salón juntas mientras María del Carmen
continuaba hablando sin parar un instante. El vizconde de Salinas y el gobernador
estaban enfrascados en amena conversación con Manuel González y con Alonso
Romero, quien no dejaba de hablar sobre sus caballos de pasitrote. Angelique que no
sentía deseos de hablar de caballos, o de vestidos, aceptó la invitación de Manuel
para bailar el vals.
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―Se ve usted más hermosa que otras noches, condesa. El amarillo de su traje luce
encantador. No es que otras veces haya estado menos hermosa, por supuesto.
―Está poético en esta velada, señor González. No obstante, me temo que debe
continuar en sus labores con la Real Audiencia, la poesía es un don reservado solo
para los dioses…
―No me precio de ser poeta. No lo soy ni quisiera serlo tampoco, no es un oficio
digno o un oficio siquiera.
―Temo decepcionarlo, pero estoy segura de que cualquier oficio es digno si se ejerce
con honestidad. Pero como siempre, señor González, no hay un solo asunto en el
que estemos usted y yo de acuerdo. Está a tiempo de hacer un viaje a alguna parte,
se ampliarían sus horizontes de pensamiento y sus posibilidades de algún día
congraciarse conmigo.
―Tal vez quiera acompañarme, a explorar horizontes, quiero decir.
―Es usted mi abogado, señor González, creo que sabe mejor que eso, además, ya
he viajado con sus tíos, debería pedirles que le cuenten la pésima compañía que soy
para los viajes en barco. Se despedirá enseguida de tales ideas absurdas que se le
ocurren a usted.
El baile se extendió demasiado, imitando la luna aquella noche del solsticio de
invierno. Angelique toleraba a Manuel González por obligación, como toleraba a la
gran generalidad de personas con las que debía codearse, fruto de su papel en la
sociedad colonial. Manuel era joven, apuesto ―«adecuado», diría Alonso alguna vez
para referirse a él―, pero ella podía ver a través de él sus ansias de pertenecer, que
eran más fuertes que cualquier otra cualidad que pudiera atraerle.
Cuando la música cesó, se alejó del abogado y fue en dirección a la biblioteca, allí
podría recuperar las fuerzas para otro baile. Estaba a punto de entrar, cuando la voz
masculina de Esteban García la llamó.
―Parece que piensa usted esconderse a leer en plena fiesta. Esperaba que pudiera
bailar otra pieza conmigo.
―No pretendía esconderme, señor García, amo las fiestas como a pocas cosas en
esta vida. Necesitaba recobrar el aliento. Es fácil para usted bailar con ligereza, no
lleva encima una arroba completa de ropa.
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―Tiene usted razón, soy un egoísta por no pensar en ello. ¿Ha comido algo? ¿Quiere
que le traiga…? ―comenzó a preguntar Esteban acercándose un poco más a la
puerta cerrada donde ella seguía de pie, sosteniendo el picaporte.
―¡No, no, por favor! Ya he tomado un poco de agua. Me encuentro bien ―dijo ella
soltando el picaporte y girando para quedar frente a él.
―Todavía tengo su alfiler, ¿ha decidido de forma irreversible que no lo reparará?
¿Debo quedarme con él? ―dijo sacando el brillante objeto de su bolsillo y
observándolo con curiosidad ante la luz de un candelabro en la pared, que los
alumbraba.
Angelique miró a aquel hombre con más atención y cordialidad de la que se hubiera
permitido, si hubiera sido consciente de ello. El alfiler se veía ínfimo en sus manos y
algo en su voz le provocaba escuchar un poco más de lo que tuviera que decir.
Respondió solo negando con la cabeza y se quedó allí de pie, deseosa de hacer un
comentario irónico, pero ninguna palabra salía de sus labios, de haberse tratado de
otro de los hijos del gobernador, ya le habría lanzado alguna frase cruel, pero este no
era tan detestable, incluso se le antojaba algo simpático.
Una brisa repentina apagó algunas teas del patio y del salón principal, las velas en
los candelabros parpadearon, algunas sucumbieron y los gritos de algunas mujeres
espantaron a los músicos, que dejaron de tocar. Los esclavos corrieron a encender el
fuego de nuevo.
―No se mueva, usted. Ya vendrán ―exclamó Esteban cuando las velas que los
iluminaban se rindieron al viento que entraba furioso desde el patio.
―Es inquietante que se apaguen las luces. Solo ocurre en estas fechas, cuando el
calor nos da un respiro. Ah, claro, también pasa cuando hay huracanes en el verano.
¿Pero qué digo? Ha vivido usted muchos más años que yo en la isla. Ya sabe todo
eso…
―Los huracanes siempre son un desafío al cual temer.
―Es un gran dilema el tener que cerrar todas las puertas y morir asfixiados por el
calor o quedarse sumidos en la oscuridad, pero poder respirar aire fresco.
―Un gran dilema, en realidad. Pero no hay duda de que es sencillo decidir qué debe
hacerse.
―¿Qué haría usted? Si dependiera solo de usted la decisión en esta noche, quiero
decir.
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―¡Oh, con toda seguridad encendería el fuego! Puede que lo otro sea más
emocionante, pero no sería lo correcto.
―No somos iguales usted y yo. Si dependiera de mí, yo abriría las puertas cada vez, solo cuando nadie nos ve podemos ser quienes somos en verdad… ¡imagine esa clase de libertad!
Un esclavo ya encendía el candelabro y volvieron a encontrarse sus rostros, uno
confundido y el otro decepcionado. Angelique se alejó con una inclinación de cabeza y fue a reunirse con Alonso, que ya la buscaba con la mirada inquieta en el salón. Ella sintió los ojos de Esteban sepultados en ella el resto de la noche, y a pesar de que no volvieron a bailar, sus miradas se cruzaron más de una vez, por más tiempo del que ninguno de ellos hubiera querido.
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